Por: Rebecca Grafía
Ya hemos hablado en otros
espacios sobre la gestación del historicismo, sus objetivos, su visión de la
historia, su exigencia hacia la práctica histórica por un lado de ser
científica y, por el otro, de construir una narrativa que sólo hablara de los
actores clave para el desarrollo histórico, es decir, las instituciones, el
Estado y, por supuesto, la élite. El espacio en concreto era Europa, con un
papel determinante de Alemania y, después de Francia. No existía historia fuera
de aquí, si acaso, como señaló Ranke, regiones como China o India tenían
“historia natural. Una primera crisis del historicismo fueron las críticas a
esta visión dominante de la historia, que se manifestaron en Alemania casi al
mismo tiempo de su surgimiento. Sin embargo, no se abandonó la visión
pragmática de la historia, ni siquiera con Weber o Marx, aunque claro en el
caso de Marx, destaca su análisis de lo “latente”, es decir, de la ideología.
Una segunda crisis del
historicismo, en la cual tampoco abundaré, se dio a finales del siglo XIX en lo
que compete a la cientificidad de la historia. El historicismo fue criticado no
porque su aspiración a ser ciencia fuera absurda, imposible, un error (esta
lectura llegaría mucho más tarde) sino porque no fue lo suficientemente
científico. Ante una exigencia aun mayor, vendrían respuestas como la
sociología, la historia económica social en Alemania, la Escuela de los Annales
en Francia y la historia científico social en Estados Unidos, espacio en donde
se desarrollaría a raíz de ello el “nuevo historicismo”, mayores fuentes y
sujetos pero sin perder la rigurosidad científica.
Una tercer crisis vino a en
las décadas de 1960 y 1970, cuando los descubrimientos arqueológicos, la
tecnología, dos guerras mundiales, el desarrollo de la lingüística y la
semiótica, etc. Llevarían a un replanteamiento severo de todas las ciencias
sociales y las humanidades, así como de las certezas del Régimen de
Historicidad Moderno en obras clave como la del historiador de la ciencia
Thomas Kuhn Las Revoluciones Científicas
(1960) en el que se presentaba a la ciencia como un discurso histórica y
culturalmente condicionado entre personas que están de acuerdo en las reglas
que gobiernan este discurso. “A partir de Kuhn se reconoce –no sin polémica-
que el conocimiento científico está constituido socialmente mediante
comunidades de intereses institucionales y de grupo”.[1]
Por otra parte, las
discusiones tuvieron como eje central el lenguaje, ya antes de Kuhn podemos
encontrar ensayos y artículos al respecto, se trazaron distintas teorías del
lenguaje con tonalidades que van desde lo radical hasta lo conciliador en
cuanto a la función del lenguaje. Se trataba de saber si el lenguaje sólo
expresa la realidad, o si es la realidad, o si condiciona la realidad, etc.
Barthes y Foucault fueron de los más radicales al decir que “el texto se
contiene a sí mismo” o afirmar la “desaparición del autor, el significado y la
intencionalidad”. (Aunque en Foucault vemos más adelante replanteamientos
aproximándose a una tonalidad histórica). Derrida afirmaba que “ya no existe la
unidad significado –significante”. Esto para la historiografía significaba que
el mundo carecía de significado, sin actores, sin coherencia, etc. Otro ejemplo
de cómo se vino a replantear la visión y a forma de hacer historia se encuentra
en los ensayos de Joan Scott Género e
historia. “En su intento por establecer las bases de una lectura feminista
de la historia, en sus formulaciones teóricas asume una posición
considerablemente más radical respecto a la importancia del lenguaje, que la de
cualquiera de los historiadores que hemos discutido. Al contrario de estos
historiadores, ella adopta explícitamente el concepto de lenguaje de Derrida y
el concepto de poder de Foucault. Está de acuerdo con Derrida en que el lenguaje
tradicional establece un orden jerárquico que consistentemente, a lo largo del
tiempo, ha subyugado a las mujeres. De forma similar, acepta la noción de
Foucault de que el conocimiento constituye poder y dominación”.[2] Scott argumenta que el
género, en un sentido social y político, en contraste con uno biológico, no es
un hecho dado de la naturaleza sino que está “constituido” por el lenguaje.
¿Qué es lo que dejó esta
tercera crisis o “giro lingüístico” a la práctica histórica? La importancia de
la teoría lingüística y literaria en su larga tradición desde Barthes a Derrida
y Lyotard dejó en claro que “la historia considerada como una totalidad no
tiene unidad o coherencia inmanente, toda concepción de la historia es una
construcción constituida a través del lenguaje, los seres humanos en cuanto
sujeto no tienen una personalidad libre de contradicciones y ambivalencias,
todo texto puede además ser leído y reinterpretado.”[3] La realidad es comunicada
y constituida por el lenguaje, el meollo del asunto es que la historia todavía
persigue un “pasado real”, y ante ello se han desplegado diversas posturas
desde las más radicales e interdisciplinarias hasta las más preocupadas en
resguardar y continuar el método histórico.[4]
Una cuarta crisis del
historicismo se podría ubicar en 1990. La caída de la URSS y la unificación de
Alemania fueron sucesos percibidos en su momento como totalmente impredecibles.
Contrario
a la lectura que insiste en darle correspondencia a estos hechos como producto
del abandono de las grandes narrativas, esta forma de verlo no se dio en el
momento en que ocurrieron. Fukuyama celebraba la civilización occidental y
afirmaba que el orden económico mundial empujaría al verdadero “fin” (objetivo)
de la historia: la representación democrática, con la cual el anhelo de la
libertad humana y la cultura estarían garantizadas. Mientras tanto, las formas
de hacer historia habían cambiado considerablemente, un buen ejemplo de ello es
la Escuela de los Annales, que tras
tres generaciones que compartieron una visión de la historia global, llegaba
una cuarta en la que esta visión estaba por completo caducada y que reflejó las
discusiones y las nuevas formas de hacer historia en el cambio del título de la
revista y en los temas tan contemporáneos y diversos que se presentaban ahora
en sus propuestas.[5]
Más adelante Hayden White y
Dominick La Capra llevarían la discusión a un tono más conciliador. Se
reconocía que la historia compartía características con la literatura en su
construcción, en la imaginación, etc. Incluso Ranke había reconocido ya las
condiciones retóricas o literarias de la historia, de ahí que hacer historia
fuera también un arte, el cual requiere de un método para dominarlo. Sin
embargo, había resistencia de parte de los historiadores para concebir que la
historia fuera ficción, en 1993 Chartier declaraba que “incluso si el historiador
escribe de forma literaria no por ello produce literatura”. “Su obra depende
del trabajo de archivos y, aunque sus fuentes no se presenten de una forma
carente de ambigüedad, están sujetas, no obstante a criterios de fiabilidad. El
historiador está siempre alerta ante la fabricación o la falsificación de la
evidencia y, por lo tanto opera con una noción de verdad, por muy complejo e
incompleto que sea el camino que conduce a ella.”[6] No hay un nuevo paradigma
para la historia todavía, aunque si mucha más pluralidad.
En este punto, “la fe en las
grandes narrativas que mostraban la modernización del mundo occidental como la
culminación de un proceso histórico; se encuentra irremediablemente perdida”.[7] Ya no hay posibilidad de
una gran narrativa que otorgue coherencia y significado a la historia. En los
siglos XVIII y XIX la noción predominante era la de una historia (Geschichte)
que permite a una narrativa continua del desarrollo histórico en la que
personajes clave son las instituciones, el Estado y la élite, así como un
espacio concreto (Europa). El final de la historia sería expresado en las obras
de Hegel, Ranke, Comte, Weber y Marx.
Lejos estamos de la visión de
la historia del XIX, pero la pérdida de narrativa no quiere decir que se haya
perdido todo significado. “En lugar de un
proceso significativo, se trata de un pluralismo de escrituras.”[8] Los problemas
epistemológicos se encuentran lejos de agotarse, en nuestra práctica histórica
queda mucho por cuestionar si se quiere llegar a nueva forma de historia (disciplina),
aunque esta siga persiguiendo la profesionalización y el espacio universitario.
Actualmente sabemos que las
fuentes no son garantía de verdad, que el pasado no se encuentra en los
documentos y que un método riguroso no nos llevará a decir las cosas tal y como
son, pero los historiadores no hemos abandonado el compromiso de la honestidad
histórica perseguida desde Ranke. La historia como actividad concreta ha
mantenido varios de los procedimientos metodológicos de la historia anterior,
aunque ha habido respuestas de “outsiders” que permiten pensar en formas de
hacer historia mucho más variadas tanto en temas y sujetos como en nociones
teóricas o problemas epistemológicos. Entre estos “outsiders” encontramos a
Lévi –Strauss, Michel Foucault y Paul Ricoeur pero también a historiadores como
Reinhart Koselleck o Michel de Certeau.
El historiador no pretende,
como el autor de literatura, entretener al lector. Le interesa construir
conocimiento. En este sentido, el “desafío posmoderno” es amplio pero no
imposible. Se trata de que el historiador se observe y reflexione en su proceso
de hacer historia, cada una de las fases encierran problemas epistemológicos,
los cuales pueden y deben ser tratados independientemente del periodo, lugar o
sujeto que nos interesen.
Bibliografía
Georg G. Iggers, La historiografía del siglo XX. Desde la
objetividad científica al desafío posmoderno, México, FCE, 2012. (Véase con
especial atención introducción y capítulos 1-5).
Luis Gerardo Morales Moreno
(compilador) Historia de la
historiografía contemporánea (de 1998 a nuestros días), México, Instituto
Mora, 2005.
[1] Luis
Gerardo Morales Moreno (compilador) Historia
de la historiografía contemporánea (de 1998 a nuestros días), México,
Instituto Mora, 2005, p. 11.
[2] Georg
G. Iggers, La historiografía del siglo XX. Desde la objetividad científica al
desafío posmoderno, México, FCE, 2012, p. 212.
[3] Ibidem., p. 214.
[4] Un
buen ejemplo de una postura conservadora, en el sentido de defensa del método
histórico tradicional y un rechazo a algunas premisas posmodernas, lo tenemos
en el artículo de Keith Windschuttle, “Una crítica l giro posmoderno en la
historiografía occidental”, en Luis Gerardo Morales Moreno (compilador) Historia de la historiografía contemporánea
(de 1998 a nuestros días), México, Instituto Mora, 2005, pp. 257-277.
[5] En
enero de 1994 la revista abandonó el subtítulo Economies. Sociétés,
Civilisations., que había utilizado desde el término de la Segunda Guerra
Mundial, y lo reemplazó por Histoire, Sciences Sociales. Los números de la
década de 1990 se enfocaban en temas tan variados como la apertura de los
archivos soviéticos, la organización del trabajo en Japón, el enfrentamiento
del pasado en Vichy, la modernización de las sociedades tradicionales, los
aspectos del desarrollo del capitalismo estadounidense, el sida y la política
en Zaite, la violencia religiosa en India y Argelia, pero se enfocaban también
en temas tradicionales del periodo medieval y moderno temprano, como la
centralización del poder del Estado en las sociedades europeas y asiáticas, la
sociabilidad urbana en la Edad Media, etc. Véase Iggers, Op. Cit., p. 223.
[6] Ibidem., p. 225.
[7] Ibidem., p. 233.
[8] Ibidem., p. 229.
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